domingo, 11 de octubre de 2009

Siete de la tarde. Parador del Rey (2ª parte)

40 grados a la sombra. Es uno de los días más tórridos del verano. Pero a la multitud el caloooor agónico no parece amedrentarla. Todos -ricos y pobres, ateos y creyentes, rojos y azules, viejos y jóvenes- esperan pacieentemente bien pertrechados de botijos, abanicos y, sobre todo, una fe inquebrantaaaable y ciega en el que los guía y bendice.

Esta taaarde Muuurcia huele a azahaaar. El torrido aire pesa sobre los hombros de los que aguardan. Bajo frentes sudorosas, los ojos dirigen la mirada a un punto fijo. A la balconaaada. El silencio es totaaaal.

Todos son conocedores del delicado estado de salud que el héroe padece desde hace años. Una ancianidad que para nada menoscaba su entereza, su saber estar, su rectitud, su aplomo; pero que ha obligado a los que le acompaaaañan a encargar la fabricación de un sustituto para contentar a la muchedumbre en aquellos días en los que la delicaaaada salud del noble anciano no le permite acudir a su cita diaria. Una efigie idéntica a don Caaarlos. Un muñeco de corcho-pan ar-ti-cu-la-do que bendice y saluda emulando, que nunca reemplazando, a ese que lleva a Muuurcia en lo maaaás profundo del corazoooón.

Pero el pueblo prefiere la vida, la carne, la sangre azul, la nobleza vivificaaante del hombre, que nunca puede dar un muñeco artificial. Por eso siempre confían esperanzados, orantes, a que don Caaarlos asome, aunque sea ayudado por sus solícitas enfermeras, gotero en ristre, firme sobre la silla de ruedas.

De pronto, la cortina se mueve y un brillo metálico y fugaz ciega a la multitud. Los más atrevidos apuntan que ha sido el sol reflejado sobre el sable de capitán de caballería de don Caaaarlos, que empuña para ayudarse a descorrer la pesaaada cortina isabelina. Un murmullo de esperanza contenida en el aire... (continuará)

Cientos de personas se agolpan para ver y oir a don Caaarlos

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